Hacía
tres años que mi buena esposa dejó este mundo, y dos que me hallaba desposado
con otra mujer. La madre de mis hijos, esa hermosa mujer de rubios cabellos,
con los ojos más castos y sinceros que yo vi en mi vida, me dejó con el más
grande de los pesares, vivir con intensidad suprema todo su largo adiós. Desde
entonces se me llenan los ojos de lágrimas cuando la lumbre se va apagando en
la chimenea, cuando suelta los últimos chispones, cuando los tizones paran de
convertirse en brasas, cuando estas últimas pierden la luz. Así de lenta y
horrible fue su despedida.
Mucho
había perdido en estos años. Soñaba con seguir galopando como cuando era mozo,
durante horas, atravesando las tierras –ya mermadas– de mi familia. Lo cierto
es que meses hacía que perdí la capacidad de mantenerme sentado en el lomo. Mis
comidas ya no eran gustosas, comía por obligación y no por placer. Los únicos
consuelos que me quedaban eran el paseo y ver a la bellísima mujer que me había
aceptado por marido y a la que amaba verdaderamente.
Recordar
no era cosa buena, se me llenaba la cabeza de las cosas horribles que había
visto, hasta que me dolían las sienes y buscaba el consuelo en el llanto.
Entonces ella venía a consolarme, me sujetaba la cabeza entre sus manos
delicadas y me besaba en la frente.
Mis
hijos eran ya bravos señores, mis hijas bellas señoras, con buen devenir asegurado
todos.
Mi
corazón se invadió del amor de Dios, que luchaba continuamente con la amargura
que allí había. Del despertar al acostar, mis días los ocupaba el rezo. No
respetaba horas, mi súplica al Señor era en todo momento. Paseaba por el añejo
jardín, arrodillado en la capilla o sentado en el salón con la compañía de mi
esposa, y siempre con el rosario en la mano, o con los dedos sobre la cruz que
llevaba al pecho, rezando.
Era
un día como el anterior, frío y soleado. Golondrinas y vencejos veía pasar
atravesando el cielo sobre mí. Estaba rodeado de las plantas que en otro tiempo
eran podadas con hermosas formas y hoy crecían a su libre albedrío por el
pequeño jardín de la casa familiar. Aquellos muros grises comenzaban a tornarse
negros. Era una casa cansada de tantos años, tanta gente, fiestas y horrores,
risas y llantos.
Cuenta
a cuenta, el rosario acababa y empezaba, una y otra vez, entre mis manos. Mis
pasos no eran fuertes, pero al menos no precisaba aún de bastón. No era un
anciano, pero la muerte de mi Isabel hizo que muriera medio yo. La otra mitad
de mi cuerpo era ahora de la joven casta e inocente que me observaba pasear
desde la puerta de la casa. Esperó a que acabara mi última vuelta entre las
plantas y los setos salvajemente crecidos y, entonces, me pidió acompañarla a
la cámara para escucharla leer, aquella sala que tan orgulloso había invitado a
visitar en otro tiempo a los parientes y amigos, con los retratos de la familia
en sus paredes, donde el mío ocupaba un lugar preferente.
Cogiéndome
del brazo me llevó hasta allí. Se sentó cerca de la ventana más grande con un
librito en las manos, y empezó su lectura pía. El mayor placer que encontraba
yo en aquellos momentos era escuchar la bella voz de la bella mujer que quiso
acompañarme por el resto de mi vida. Y jamás la interrumpía. Volvía a sentirme,
por breves momentos, feliz.
Pero
no podía evitar sentirme en un engaño. Cuando la sentía a mi lado, estaba
aliviado, pero, mientras yo la amaba con los ojos, ella no expresaba lo mismo
con los suyos. Me miraba como a una imagen del Señor, con piedad, respeto,
caridad, amor santo pero no humano.
Entonces
yo la preguntaba, y ella me aseguraba amarme, y entonces la creía. Hasta que
abandonaba aquella sutil y placentera impresión y de nuevo veía la misma
mirada.
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