viernes, 15 de mayo de 2015

Capítulo 2. Un viejo


Hacía tres años que mi buena esposa dejó este mundo, y dos que me hallaba desposado con otra mujer. La madre de mis hijos, esa hermosa mujer de rubios cabellos, con los ojos más castos y sinceros que yo vi en mi vida, me dejó con el más grande de los pesares, vivir con intensidad suprema todo su largo adiós. Desde entonces se me llenan los ojos de lágrimas cuando la lumbre se va apagando en la chimenea, cuando suelta los últimos chispones, cuando los tizones paran de convertirse en brasas, cuando estas últimas pierden la luz. Así de lenta y horrible fue su despedida.

Mucho había perdido en estos años. Soñaba con seguir galopando como cuando era mozo, durante horas, atravesando las tierras –ya mermadas– de mi familia. Lo cierto es que meses hacía que perdí la capacidad de mantenerme sentado en el lomo. Mis comidas ya no eran gustosas, comía por obligación y no por placer. Los únicos consuelos que me quedaban eran el paseo y ver a la bellísima mujer que me había aceptado por marido y a la que amaba verdaderamente.

Recordar no era cosa buena, se me llenaba la cabeza de las cosas horribles que había visto, hasta que me dolían las sienes y buscaba el consuelo en el llanto. Entonces ella venía a consolarme, me sujetaba la cabeza entre sus manos delicadas y me besaba en la frente.

Mis hijos eran ya bravos señores, mis hijas bellas señoras, con buen devenir asegurado todos.

Mi corazón se invadió del amor de Dios, que luchaba continuamente con la amargura que allí había. Del despertar al acostar, mis días los ocupaba el rezo. No respetaba horas, mi súplica al Señor era en todo momento. Paseaba por el añejo jardín, arrodillado en la capilla o sentado en el salón con la compañía de mi esposa, y siempre con el rosario en la mano, o con los dedos sobre la cruz que llevaba al pecho, rezando.

Era un día como el anterior, frío y soleado. Golondrinas y vencejos veía pasar atravesando el cielo sobre mí. Estaba rodeado de las plantas que en otro tiempo eran podadas con hermosas formas y hoy crecían a su libre albedrío por el pequeño jardín de la casa familiar. Aquellos muros grises comenzaban a tornarse negros. Era una casa cansada de tantos años, tanta gente, fiestas y horrores, risas y llantos.

Cuenta a cuenta, el rosario acababa y empezaba, una y otra vez, entre mis manos. Mis pasos no eran fuertes, pero al menos no precisaba aún de bastón. No era un anciano, pero la muerte de mi Isabel hizo que muriera medio yo. La otra mitad de mi cuerpo era ahora de la joven casta e inocente que me observaba pasear desde la puerta de la casa. Esperó a que acabara mi última vuelta entre las plantas y los setos salvajemente crecidos y, entonces, me pidió acompañarla a la cámara para escucharla leer, aquella sala que tan orgulloso había invitado a visitar en otro tiempo a los parientes y amigos, con los retratos de la familia en sus paredes, donde el mío ocupaba un lugar preferente.

Cogiéndome del brazo me llevó hasta allí. Se sentó cerca de la ventana más grande con un librito en las manos, y empezó su lectura pía. El mayor placer que encontraba yo en aquellos momentos era escuchar la bella voz de la bella mujer que quiso acompañarme por el resto de mi vida. Y jamás la interrumpía. Volvía a sentirme, por breves momentos, feliz.

Pero no podía evitar sentirme en un engaño. Cuando la sentía a mi lado, estaba aliviado, pero, mientras yo la amaba con los ojos, ella no expresaba lo mismo con los suyos. Me miraba como a una imagen del Señor, con piedad, respeto, caridad, amor santo pero no humano.

Entonces yo la preguntaba, y ella me aseguraba amarme, y entonces la creía. Hasta que abandonaba aquella sutil y placentera impresión y de nuevo veía la misma mirada.

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