La muerte… uno de los grandes enigmas del ser humano y una
de las cosas más dolorosas que la vida nos depara; no para la persona que
muere, sino para la que vive, que sumida en una espiral de pensamientos egocéntricos
se dice -Nunca más volveré a ver a…-, porque no pensamos en la persona que se ha
muerto, sino en nuestros propios intereses. Si pensáramos en la persona muerta
y siendo buen cristiano como los somos nosotros, diríamos cosas como -Ha salvado su espíritu y se reunido con el Señor- o por lo menos eso es lo
que siempre nos ha enseñado el padre Damián. No pretendo desmentir las palabras
que a través de las sagradas escrituras nos trasfiere el padre Damián ni he
pretendido blasfemar contra ellas, pero no puedo evitar pensar en ello en
algunos momentos. La primera vez que pensé en ello fue durante el entierro de
Madre, cuando intentando luchar contra el fuerte lazo de dolor que me oprimía
el pecho y los insistentes pensamientos de no volver a verla nunca más, me
consolaba pensando que estaba en un lugar mejor. Este pensamiento se diluía
cuando veía la triste estampa en el Camposanto de mis hermanos que tenían un
aspecto que parecía que sus almas habían sido alimento de las fauces del Leviatán,
y las desconsoladas personas que venían a darme el pésame, ¡Pésame! ¿Por qué? Si
debería estar contento por Madre, debería… pero no lo estaba.
Desde ese momento he pensado mucho en ello, sobre todo porque
fue el principio de una serie de acontecimientos que cinco años más tarde llevarían
a la trágica destrucción de mi familia, una antigua y poderosa familia, la
noble familia de los Díaz de Vivar, que anqué ya no vivamos en Vivar seguimos
manteniendo el nombre de mi antepasado Rodrigo Díaz “El Cid”. Lo único de su
testimonio además del nombre fueron sus dos espadas, La Tizona y La Colada, que
desde siempre han decorado el gran salón de la casa de Padre. Además de esto
pocas eran nuestras posesiones, dado que nuestra riqueza siempre se había derivado
del nombre y el respeto que los grandes de Castilla siempre nos han tenido,
entre los que por supuesto siempre se a encontrado el Rey, cosa que cambio con
la llegada de Carlos I. Padre siempre nos había enseñado a respetar al Rey
sobre todas las cosas y a siempre apoyarle en sus campañas, pero incluso él no
estaba satisfecho, y mis hermanos y yo mucho menos, ya que poco a poco veíamos la
caída de nuestra casa. Éramos cuatro hermanos, dos hombres y dos niñas, algunos
heredamos la resistencia y fortaleza de Padre,
y otros las enfermedades de Madre. Pero a todos nos deparaba un mismo sino, del
cual cinco años después de la muerte Madre yo soy la única que sigue, y sin
embargo la más sufrida, ya que lo único que me queda en vida es el doloroso
recuerdo de una gran familia con un triste final.